Desconcierto en el tráfico. Ironía o, más bien, cliché. Cuando anunciaron la muerte de Hugo Chávez yo estaba en una cola. Escuchaba, muy interesado, una entrevista que le hacían a un astrónomo venezolano de apellido Campins. Cadena Nacional de Radio y Televisión. Nicolás Maduro abre la alocución dando la fecha. No hizo falta más detalle. Anunciaría la muerte del Presidente. Mientras pronunciaba las palabras que confirmaban lo que asumí como un hecho, se iba quebrando en sollozos. No asimilé la noticia inmediatamente. Chávez tenía eso, la capacidad de crear el desconcierto de lo impensable. Momentos imposibles.
Busqué una imagen, un primer recuerdo que demarcara el camino recorrido. Y la que encontré no fue de aquel “por ahora” de guerrero. Tampoco la de la única vez que lo vi en persona, en la Universidad mientras vendía su candidatura en el 98, cuando con sonrisa de presentador de tv evitaba las sagaces preguntas de estudiantes mayores que yo. La imagen ni siquiera era directamente de él. Era de la cara de mi padre —mi papá— viéndolo arrancarse la corbata, agarrar tarima, y hacer la infame señal de “golpe” chocando el puño izquierdo contra su derecha abierta. "Nos jodimos", dijo mi viejo. Aquel primer mensaje fue claro.
Las palabras del Vicepresidente contrastaron brutalmente con las que había pronunciado al medio día, cuando envió un mensaje claro a la oposición —QUE NADIE SE EQUIVOQUE— y uno desquiciado a los Estados Unidos. No, estas palabras eran sentidas. Melancólicas. Me sentí solo. Levanté la mirada buscando solidaridad en el tráfico, pero me encontré con muchas lágrimas. Unas de desesperanza, otras de alivio. Todas silenciosas. Y así, nos acompañamos por unos minutos en la soledad de nuestras cápsulas llenas de aire acondicionado.
Al día siguiente se había roto el trance. Los testimonios de las cientos de personas entrevistadas en la caravana que acompañó a los restos del Presidente, serían una mezcla de los dos mensajes televisados del día anterior. Por un lado, el profundo dolor por la muerte de un líder que les trajo reivindicación por siglos de exclusión social y, por el otro, el absurdo y retrógrado repudio a quienes le hicieron oposición al Presidente Chávez. Agresividad y odio.
En su despedida, antes de volver a Cuba para una nueva intervención quirúrgica, Chávez se dirigió a su gente. Como ciudadano que nunca comulgó en la Fe a Chávez, ingenuamente, esperaba palabras de inclusión. Después de tantos años he entendido, como muchos, que solamente hay futuro en este país si reconocemos a la otra parte. Y digo reconocimiento, porque es lo primero, lo básico, la unión viene después. Pero sólo hubo palabras para los revolucionarios y “los que sienten la patria en su corazón” —que asumo, no incluye a opositores—. Además, utilizó varias veces el ahora tan mentado “que nadie se equivoque” sin destinatario en particular. El mensaje, en efecto, estaba dirigido a SU gente, la gente del Partido Socialista Unido de Venezuela. La oposición no fue nombrada, ni para bien ni para mal. Esa exclusión es demoledora. Ese desconocimiento. No importas. No existes.
El último mensaje de Hugo Chávez fue el que no entregó. El que una mitad del país quedó esperando, y el que la otra mitad entendió.