Amanecí en un capullo de sábanas, con un pica hielo perforándome la sien y mi hija encaramada sobre la barriga como si yo fuese un caballo enfermo, deprimido, y bobo. Yo esperaba estar enratonado la mañana del 8 de octubre. Esperaba las campanadas en la cabeza propias de la champaña, el arrepentimiento de las malas decisiones del whisky, o la maldita descomposición estomacal típica del Ron. Es más, hubiese soportado con gusto una mezcla de todas las anteriores. Pero en cambio, amanecí fosilizado en la cama, con desgano suicida, y ese punzante dolor de cabeza que mi esposa cataloga siempre como migraña.
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