Torturo libros. Desde hace años ya. Quizás más de ochenta. No recuerdo cuándo empecé. Pero estoy seguro que desde el principio —aquel lamentable día en que aprendí a leer— los he torturado y se, también, que siempre ha sido un placer. Torturarlos, por supuesto.
Los vejo. Estrujo sus páginas. Les manoseo. Las enrollo detrás de la carátula y las aprieto firmes mientras leo. Doblo sus puntas para marcarlas. Y a veces, cuando me aburren o nada más tienen que ofrecer, quedan así, dobladas eternamente en el mismo sitio. No me importa si es en la mitad o principio de la obra.
Los irrespeto. Los marco con mi nombre como hierro en ganado. Les rayo, subrayo, escribo, anoto y garabateo. Los utilicé de libreta e incluso, alguna vez —en una época antigua—, llegué a arrancar alguna hoja para apuntar el teléfono de alguna joven de la facultad. No hay lugar sagrado entre las páginas de un libro.
Los humillo. Cuento sus páginas con impaciencia. Salto líneas, hojas y capítulos. Leer es un proceso doloroso y cada libro un pequeño parto.
Los abandono. Quedan en mis estantes, anaqueles y tramos, eternamente. Me olvido de ellos. Dejo que un manto de polvo los cubra y los entierre. Dejo que la humedad haga lo suyo. Los hace inaccesibles. Pinta sus páginas de amarillo. Y envenena a quien ose tocarlos. El encierro los convierte en trofeos y evidencia de una vida. Un epílogo que grita: ¡Estuve aquí!
Mi biblioteca es una cárcel, una mazmorra.
Eso es lo que hago: torturarlos. Siempre lo he hecho. Y ahora, que estoy decrépito y casi moribundo, han decidido vengarse. Habrán pasado años fraguando su plan. Viéndome desde sus estantes polvorientos. Esperando por esa maldita revista que lo empezó todo. Esa revista que por accidente algún nieto, convertido en cómplice sin quererlo, dejó en mi biblioteca. Por días estuvo allí, reposando a un lado del cenicero ámbar sobre la mesa de café. Aguardó por el momento preciso. Me estudió, ahora lo sé. Aprendió mi rutina. Sabía que después de mis dos whiskys de las cuatro, me quedaba dormido con un cigarrillo encendido en la mano derecha, colgando sobre el cenicero. Esperó y me veló. Esperó y se acomodó sobre el lugar donde debían caer las cenizas. Y cuando la colilla, casi consumida, se resbaló de entre mis dedos, la revista la atajó. Prendió silenciosamente mientras yo yacía dormido. Los libros regados a su lado, sobre la mesa de café, irían pasándose la llama lentamente y sin hacer ruido. Proust, Wilde, Joyce, Poe, Hemingway, arde Dante. Se irían pasando el fuego en cadena, hasta llegar al estante más cercano, el de las enciclopedias. Endemoniadas enciclopedias. Olvidadas desde hace más de veinte años. Ardieron con rabia. Probablemente más rápido que los demás, sin disfrutarlo. Me fueron flanqueando. Libros de viaje, poesía, literatura, historia y derecho. Me rodearon silenciosamente y no fue hasta el desplome del anaquel de arte frente a la puerta —para asegurar mi encierro— que desperté. Abrí los ojos de aquel sueño en que torturaba felizmente alguna novelilla de bolsillo, para encontrarme rodeado de humo y llamas en tonos de azul, verde, violeta, rojo y amarillo.
Mi única esperanza de escape se encontraba sobre la biblioteca de autores latinoamericanos, la única que permanecía intacta. Una ventana, un tragaluz, que hace tiempo alguna mujer tediosa y exigente hizo abrir, prometía llevarme a buen resguardo. La estantería haría las veces de escalera de escape. Con la precaria agilidad que mis años me dejaron salté sobre el mueble para llegar a la ventana. Lo sentí firme bajo mis pies y recordé, con aire triunfal, cuando tantos años atrás decidí clavarla y asegurarla a la pared. Uno, dos, cuatro estantes, seis y mi brazo estirado y harapiento alcanzó abrir la ventana con un incómodo empujón. La corriente de aire que entró por la escotilla avivó el fuego de tal manera que sentí una onda sofocante posarse sobre mi espalda. Un último esfuerzo de mis débiles piernas rompió la tabla bajo mis pies y luego el cuarto, tercero, segundo y primer estante. Una avalancha de Paz, Cortázar, Gallegos, Rulfo, Fuentes, Garmendia, Borges, Roa Bastos, García Márquez y Vargas Llosa, se vino sobre mi como un alud de papel, polvo y telarañas. Me arroparon y quedé inmóvil. Bajo aquella mórbida cobija sentí un calor que pronto dejaría de ser agradable. Los libros empezaron a arder jovialmente a mi alrededor. Como si rieran de mí, en alegre candela.
Y quedé en este sitio, sembrado, esperando las llamas de la venganza.
Revista Clímax - marzo 2012
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