Wednesday, September 28, 2011

Soberbios, como Rafael

Siempre he sido un gran escéptico. La noticia que el niño Jesús no era quien traía los regalos de Navidad, me llevó a cuestionar la existencia del cielo, el alma y Dios. Ante la mirada de angustia de mi madre, el Catolicismo se me desmoronaba como una torre de naipes. Además, aquella nefasta noticia, sirvió la mesa para terribles pesadillas, que iban, desde convertirme en almuerzo de gusanos, hasta perderme en un limbo de la más profunda y eterna oscuridad. Todo eso en la cabeza de un muchachito de ocho años. 

Como dije antes, gran escéptico. Pero más allá de la fe en Dios o entregarse a los cuentos chinos de los hombres (y mujeres) de la política, aquellos que vivimos en la tierra de Bolívar –y el prócer de Sabaneta- no podemos darnos el lujo del escepticismo y el maravilloso desprendimiento que trae consigo. Ha llegado el momento de hacer compromisos. 

Aunque no soy hombre de creer, creo –porque siento que me lo han demostrado sobremanera en los últimos meses- que los miembros de la unidad llevan rato tomando decisiones acertadas. No se quien los está asesorando, pero aparentemente es la gente correcta. Han mantenido la cohesión y la coherencia, han hablado cuando hemos necesitado que hablen y más importante aún, han sabido callar cuando las circunstancias lo han requerido –y hay que ver que les ha debido costar-. El último en la racha de aciertos, es la firma del “Compromiso por la Unidad”, que más que una promesa política barata es precisamente lo que dice ser, un compromiso frente a una sociedad civil que ha marcado el compás de este merengue criollo.

Y como es el momento de hacer compromisos, yo también me he comprometido –valga la redundancia- a ser un poco más constructivo a la hora de criticar. Lo que me lleva al tema que realmente quería tocar: la posición cómoda –sin compromisos- de los “indecisos”. No los “indecisos”; yo no voy a hacer lo mismo que el gobierno y la oposición. No los voy a tratar con pinzas.

Los “niní” –y no deja de sorprenderme que la gente se autodenomine de esta manera sin ningún tipo de vergüenza- se han caracterizado por ser los bocones espectadores de un horroroso choque de autopista. Sin ánimos de generalizar (mentira), he llegado a la conclusión que estos amigos indecisos, en algún punto –unos por más tiempo que otros y aunque suene a grosería- tuvieron que haber sido Chavistas. Chavistas desilusionados, con un nivel de moral suficiente como para dejar de serlo, pero con una soberbia Calderista que no les permite bajar la cabeza, admitir el error y terminar de brincar la talanquera (con lo incómodo que es quedarse en medio de una reja). Hacerlo, sería perder el halo radical o, como dicen en el imperio, el edge. HUMILDAD. 

No se les pide que dejen la crítica, pero si que dejen la crítica cómoda, la de sofá. Es más, tienen mucho que ofrecer; la opinión y la vigilancia de la sociedad civil han sido y seguirán siendo esenciales para que los representantes de la unidad –quienes, recordemos, no dejan de ser políticos- no se vayan de palos o se pongan agalludos, y mantengan el curso hacia el objetivo, que mas allá de sacar a un Presidente, se trata de arar el campo para el futuro que (ustedes) votaron hace 12 años.

Y si tienen miedo de plegarse porque la unidad es “capitalista”, “imperialista”, “conservadora” y hiede a zamuro, sería bueno recordarles, que Venezuela es un país con dos pies izquierdos –y que quizás por eso no ha aprendido a bailar.

En Univisión

Arrancando con dos posts en el blog de política y actualidad de Univisión -siempre pensé que mi debut en el canal sería en una telenovela, pero esto es lo que hay-, Debate Latino:



No es lo mismo, Sean

Sunday, September 18, 2011

En defensa de Alicia

Me fastidié de los chistes de Alicia Machado, lean por qué en Código Venezuela: En defensa de Alicia

Tuesday, September 13, 2011

CCS en los ojos de un ¿turista?

Milagro, esta joya me llego en una cadena. Caracas según García Márquez.
La primera vez que la oí nombrar fue en una frase de Simón Bolívar: La infeliz Caracas. Desde entonces, pocas veces la he vuelto a oír nombrada sin que vaya precedida de ese antiguo prestigio de infelicidad. Al parecer, su destino es igual al de muchos seres humanos de gran estirpe, que no pueden ser amados sino por quienes sean capaces de padecerlos.
Desde aquella remota frase de la escuela primaria, Caracas ha sido siempre para mí algo muy parecido a una obsesión. En el pueblo donde nací, que también tenía algo de infernal y no sólo por su calor de infierno, uno se encontraba a Caracas en el agua y la sal. Era un refugio de expatriados y apátridas del mundo entero, pero existía una categoría aparte, mucho más nuestra que las otras, que eran los fugitivos del infierno de Juan Vicente Gómez. Ellos me dejaron a Caracas sembrada para siempre en el corazón, a veces por los horrores de sus cárceles, y a veces por la idealización de la nostalgia. Era difícil ser feliz pensando en Caracas, pero era imposible no pensar en ella.
Nadie me enseñó tanto sobre esa ciudad irreal, como la gran mujer que pobló de fantasmas los años más dichosos de mi niñez. Se llamaba Juana de Freites, y era inteligente y hermosa, y el ser humano más humano y con más sentido de la fabulación que conocí jamás. Todas las tardes, cuando bajaba el calor, se sentaba en la puerta de su casa en un mecedor de bejuco, con su cabeza nevada y su bata de nazarena, y nos contaba sin cansancio los grandes cuentos de la literatura infantil. Los mismos de siempre, desde Blanca Nieves hasta Gulliver, pero con una variación original: todos ocurrían en Caracas.
Fue así como crecí con la certidumbre mágica de que Genoveva de Bravante y su hijo Desdichado se refugiaron en una cueva de Bello Monte, que Cenicienta había perdido la zapatilla de cristal en una fiesta de gala de El Paraíso, que la Bella Durmiente esperaba a su príncipe despertador a la sombra de Los Caobos, y que Caperucita Roja había sido devorada por un lobo llamado Juan Vicente el Feroz. Caracas fue desde entonces para mí la ciudad fugitiva de la imaginación, con castillos de gigantes, con genios escondidos en las botellas, con árboles que cantaban y fuentes que convertían en sapos el corazón, y muchachas de prodigio que vivían en el mundo al revés dentro de los espejos. Por desgracia, nada es más atroz ni suscita tantas desdichas juntas como la maravilla de los cuentos de hadas, de modo que mi recuerdo anticipado de Caracas siguió siendo el de siempre: la infeliz Caracas.
Todo esto lo pensaba el 28 de diciembre de 1957 – día de los Santos Inocentes, además – mientras volaba desde París hacia Caracas en los aviones de cuerda de aquella época, que tanto tiempo daban para pensar.
A pesar del calor, del fragor del tránsito en las autopistas de vértigo, de las distancias cortas más largas del mundo, yo iba reconociendo a cada vuelta de rueda los sitios familiares de mi infancia desde que atravesé la ciudad por primera vez. Identificaba en las laderas escarpadas las cabañas de colores de los enanos, los dragones de candela, la torre del rey, y una edificación luciferina que sólo por su nombre sobrepasaba de muy lejos a todos los horrores del mundo infantil: El Helicoide de la Roca Tarpeya. Recuerdo que al verla por vez primera, asomada a su precipicio mortal, volví a recordar: La infeliz Caracas.
Mi primer domingo en la ciudad desperté con la rara sensación de que algo extraño nos iba a suceder, y la atribuí al estado de ánimo que me había inspirado con sus fábulas doña Juana de Freites. Pocas horas más tarde, cuando nos preparábamos para un domingo feliz en la playa, Soledad Mendoza subió de dos zancadas las escaleras de la casa con sus botas de Siete Leguas.
-¡Se alzó la aviación! – gritó. En efecto, quince minutos después, la ciudad se abrió por completo en su estado natural de literatura fantástica. Los caraqueños habían salido a las azoteas, saludando con pañuelos de júbilo a los aviones de guerra y aplaudiendo de gozo cuando veían caer las bombas sobre el Palacio de Miraflores, que para mí seguía siendo el Castillo del Rey que Rabió. Tres meses después, Venezuela fue por poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más libre del mundo. Y yo fui un hombre feliz, tal vez porque nunca más desde entonces me volvieron a ocurrir tantas cosas definitivas por primera vez en un solo año: me casé para siempre, viví una revolución de carne y hueso, tuve una dirección fija, me quedé tres horas encerrado en un ascensor con una mujer bella, escribí mi mejor cuento para un concurso que no gané, definí para siempre mi concepción de la literatura y sus relaciones secretas con el periodismo, manejé el primer automóvil y sufrí un accidente dos minutos después, y adquirí una claridad política que habría de llevarme doce años más tarde a ingresar en un partido de Venezuela.
Tal vez por eso, una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su gente, a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida. Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Avila al atardecer. Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio del hierro y el asfalto y los embotellamientos de tránsito que siguen siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad conserva todavía en su corazón la nostalgia del campo. Hay unas tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los carros, y uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrio soñando con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en unas albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un gallo. Es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas.

Monday, September 12, 2011

Propina, limosna y soborno

Publicado en Código Venezuela 09/11/11

Un premio. La Real Academia Española define a la propina como un agasajo, sobre el precio de un servicio, que se da como muestra de satisfacción. Palabras clave: satisfacción y servicio.
Como ejemplo más reciente de servicio digno, tengo frescos los favores de los Costarricenses. Los Ticos no bajan la cabeza ante sus huéspedes. Los miran a los ojos y los atienden con una genuina sonrisa. Cuando responden “con gusto” ante los pedimentos de un turista, exactamente eso es lo que quieren decir.
Porque ellos están felices y agradecidos de recibir nuestros dólares de Cadivi por sus gentiles servicios. Son impecables, hasta la sodita más humilde tiene el piso resplandeciente. Lo hacen sentir a uno como en casa. Se esmeran por presentar un servicio de primera y, lo más sorprendente, jamás esperan propina.
Los venezolanos no estamos configurados así. Hay algo de humillante en el hecho de servir. Y a pesar de que no nos gusta hacerlo y que cuando lo hacemos suele ser de mala gana, las “propinas” que ofrecemos son de fama internacional. Parece contradictorio, pero no lo es.
En la tierra de Bolívar y el prócer de Sabaneta estamos acostumbrados a pagar de más para que la gente haga su trabajo. Y esto va, por supuesto, desde un mesonero de tasca hasta un servidor público, como por ejemplo –y al azar–, un juez. Pero hoy no estamos aquí para despotricar contra nuestra corrupta administración pública, no. Hoy estamos llegando de vacaciones.
En nuestro país, desde hace años los restaurantes, cafeterías, fuentes de soda y cuidado si los perrocalenteros, acostumbran incluir un 10% adicional sobre la cuenta por concepto de “servicio”. La primera vez que me crucé con esta particularidad le llamaban “cubierto”.
El cubierto daba derecho precisamente a eso –a los cubiertos para llevarse la comida a la boca. En los más refinados sitios daba derecho también a la bandejita de pan con mantequilla. Hoy, lo clavan de frente. No importa que el servicio haya sido una real plasta, el 10% te lo entierran y el pan te lo cobran aparte. Es que se trata de un derecho. Parte de nuestra idiosincrasia: dame, dame, dame… a cambio de nada.
Lo que es peor, encima de ese antipático 10% se espera una generosa propina. GENEROSA, porque quien complete con un 5% recibirá un maldeojo por parte de los empleados y el título de tacaño por los demás clientes del establecimiento.
La costumbre es cebar al prestador de servicios para recibir un trato VIP. Así es nuestra mentalidad, de nuevo rico. Y como es costumbre en Venezuela, contra el mal servicio, no hay con quien quejarse. Absurdamente he visto –más de una vez– a algún gerente tomar el lado del mesonero tras las justas quejas de algún comensal.
Pues se acabó. Esteban el Bueno –o sea, este que está aquí– ya no dará más propinas a quien no se las gane. Seré despiadado, pero por supuesto, después que me hayan traído la cuenta. Todo el mundo sabe el terrible destino de quien maltrate a algún mesonero.
Por cierto, es lamentable que este artículo lleve mi foto. La imagino ampliada en todas las cocinas de Caracas con tres dardos en la frente y un par de cachos de diablo pintados con magimarker.
En el país de los mendigos servir es humillante. Pero pedir limosna, eso es de Reyes, Caciques, Generales y hasta Presidentes.

Monday, September 5, 2011