Tras la captura y asesinato de Muammar el Gadafi leí un artículo de Ian Buruma donde el autor hacía la siguiente reflexión: “Llevar a juicio a Gadafi probablemente no hubiera satisfecho todos los sentimientos de injusticia de los libios, pero pudo haber ayudado a infundirles un mayor respeto por la ley.”
Las palabras del eminente profesor de Bard College calaron tan profundamente que terminé por verme en el espejo de los rebeldes libios en la transición post-Gadafi. Entendí que una de las consecuencia más graves de estos regímenes anárquicos disfrazados de dictaduras populistas es, precisamente, la pérdida de aquella característica fundamental de la conciencia democrática: el respeto a la ley.
A cuenta de que nos gobierna un régimen regresivo que, con menoscabo de las libertades económicas garantizadas en la Constitución, todo lo regula y todo lo limita, nos sentimos con licencia de violar el ordenamiento jurídico a nuestras anchas. Con esa excusa, hasta al más pendejo le salen agallas. “Algo tenemos que sacarle a este gobierno”, “por lo menos unos dolaritos con Sitme”, “mejor nosotros que ellos” y así sucesivamente hasta que no queda ni el rastro de los ciudadanos que solíamos ser, para pasar a convertirnos, y lo digo con toda la saña posible, en pueblo y nada más. Una masa idiota fácilmente sobornable con cuatro churupos.
Fomentar el respeto por las instituciones y las leyes no significa doblegarnos ni dejar de retarlas cuando atenten contra nuestros derechos. Significa hacer cama para la oportunidad de cambio que se encuentra a la vuelta de la esquina, porque la única forma de aprovecharla, es ser algo mucho más que ciudadanos, es ser país.
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