Aquel lunes, a eso de las ocho de la mañana, cruzaba la plaza Altamira para tomar el Metro. Estaba trasnochado, el día anterior había trabajado una jornada de 16 horas. Hace rato que las elecciones dejaron de ser ocasiones en las que la familia se reúne para comer parrilla y caerse a gritos; ahora se trabaja, no importa el bando. El sueño había llegado tarde, y con un dejo verdaderamente agridulce. Pero no había lugar para modorra, ni resaca electoral. Tenía que patear calle, correr a sacar una solvencia de servicios para poder registrar la venta de un inmueble. Esas cosas en las que los abogados se han venido hundiendo últimamente, embarrados entre la gestoría y la jurisprudencia de taquilla. Ahora todo requiere una solvencia, ese pedazo de papel que certifique que no le debes nada a nadie.
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