Almuerzo en una tasca de Chacao con un colega de aquellos tiempos en que pateaba tribunales y desayunaba Platanito y Frescolita en la esquina de Pajaritos.
—¿Cómo es la vaina?
Me quedo helado. Él ríe, y me echa el cuento.
Resulta que, nuestro héroe, mi amigo, decidió contactar a —lo que llamarían en la prensa— un alto personero del gobierno. Un alto jerarca. Alto, altísimo. A quien había conocido muy de cerca, a través de un familiar, hace muchos años cuando —el gran jerarca— era un principiante en los borrascosos asuntos de la política del siglo 21. En aquella época, ese señor era una personalidad de poca cámara, que andaba en un Chevette destartalado predicando palabras de igualdad, justicia social, honestidad y progreso. A pesar de no coincidir ideológicamente, ambos pasaron amenas tardes conversando sobre el Caracas, el Magallanes, la cerveza, y temas afines. Mi viejo colega se siente cómodo llamando al señor por su nombre de pila y, me asegura, que el hombre le atendió el teléfono a la primera, sin hacerlo esperar. Luego del típico saludo lleno de adornos y exaltaciones innecesarias, tan propio de nosotros los venezolanos, le explicó la razón de su llamada. Explicó que él lo había pensado bien y que entendía que debía aproximar las cosas desde un ángulo distinto, se había dado cuenta que si quería tener algún tipo de incidencia —positiva, por supuesto— sobre la situación del país, era si dejaba atrás ciertos prejuicios y buscaba la manera de involucrarse. Que no lo viera con suspicacia, que este acercamiento era noble, que entendía el presente político del país, pero que también entendía que las instituciones necesitaban orden y que, además, eso también tenía que interesarles a ellos políticamente. Que tenía un buen perfil. Consultor jurídico de grandes compañías. Experiencia en el sector energético. Estudioso del derecho y las ciencias administrativas. Varios postgrados. Carrera y nombre intachables. Y que, por esas mismas razones, su nombre y su carrera, le aseguraba que su gestión —en donde fuera— sería limpia, renovadora y progresista.
Su interlocutor fue brutalmente sincero: “La verdad, no me interesa. Te lo digo por la confianza y el aprecio que te tengo. Puedes mandarme tus papeles, si quieres. Pero no voy a hacer nada con ellos. Ni me interesa, ni me sirve”.
* * *
Mi amigo se va. En un mes aproximadamente se irá a trabajar al primer mundo. Su ida, debo aclarar, no se debe a frustraciones profesionales. Mucho menos a miedo al país —este compañero es un verdadero guerrero de la sabana— y, sorprenderá a muchos, tampoco se debe a su reciente conversación con aquel alto burócrata. La razón de su salida es sencilla: una importante trasnacional se lo está robando pues, el tipo, tiene un buen perfil.